Conocerán ustedes casos en que los retrasos de la Administración para recibir a quien necesitaba realizar un trámite determinado han producido o han estado a punto de producir perjuicios irreparables por sobrepasarse la fecha en que se cumplían determinados plazos para alguna gestión interna o externa a la Administración.
La causa fundamental de ello consiste en la exigencia de cita previa que, durante la pandemia, establecieron las administraciones y algunas empresas y, que, para pasmo e irritación de todos, han decidido seguir manteniendo en estos momentos y como norma para el futuro.
No se entiende de ninguna manera que, tras haberse superado los momentos más difíciles, en lo que las autoridades califican ahora como “de normalidad”, no se vuelva a la situación de “normalidad” anterior. Ya que la cita previa implica una dilación injustificable para recibir al ciudadano, supone molestias o perjuicios para él y entraña mayores costos en la Administración. ¿La razón? Porque el tiempo calculado entre cita y cita es un tiempo generoso, y, por tanto, el número de personas diarias atendidas es mucho menor. Pregúntense ustedes en qué tiempo antes llegaban a un mostrador y cuánto tardan ahora en llegar.
¿Y a quién beneficia el sistema? Digámoslo con claridad: únicamente a los funcionarios de toda condición, sexo y ventanilla, a su comodidad, lo mismo que el teletrabajo.
Pero el problema de la gerencia pública de los asuntos va mucho más allá. Como mero indicio, piensen ustedes que el Gobiernu lleva años tratando de modificar la legislación relativa a la Administración (gestión y funcionarios) y que no acaba de hacerlo: reconoce que existe un problema (y no menor), pero no sabe cómo realizarlo.
Una parte sustancial de ese problema proviene de la legislación, esto es, de la política: Ejecutivos, Parlamentos, partidos políticos, asesores, expertos, sabios. Se legisla “con las témporas”, con desconocimiento de los efectos reales de lo impreso sobre la realidad. Piensen ustedes, por ejemplo, en los problemas de la legislación asturiana con respecto a los arreglos de viviendas en los entornos del Camino de Santiago (solo recientemente solucionados en parte) o para ampliar una casa en núcleos rurales.
Yo les recomiendo que relean ustedes la amplia información contenida en LA NUEVA ESPAÑA del domingo cuatro del corriente titulada «El colmo de la burocracia dieciocho años para obtener un permiso para fabricar galletas artesanales». Verán ahí cómo la legislación impide muchas veces que puedan encajar en ella determinados proyectos. Pero también de qué forma cada departamento o funcionario se escuda en otros para no tomar decisiones: «La licencia dependía de tres departamentos del Principado y todos me decían: ‘si te la firma el otro, te la firmo yo’. Y yo les decía: ‘vale, os junto a los tres y me firmáis’. Pero no hubo manera».
Y es que la histeria anticorrupción que azota el país desde hace una década no solo ha creado una legislación que se excede en la vigilancia y los procesos y excita el celo robinhoodesco de algunos togados, sino que ha provocado entre los funcionarios un clima de permanente recelo y de huida de las propias responsabilidades. Algunos lo sabemos desde hace tiempo y lo hemos denunciado, prefiero ahora ponerlo en boca de un alto funcionario, don Antonio Arias Rodríguez («Elogio de la Y», LA NUEVA ESPAÑA, 14/09/2022): «Hoy los funcionarios… Nadie se moja. No importa la eficacia del gasto. Los empleados públicos… intentamos hacer nuestra tarea… sin correr ningún riesgo. Si cae una ladera o un puente y deja cientos de vecinos incomunicados por carretera, nadie asumirá el riesgo de considerarlo una emergencia y verse después ante posibles responsabilidades o involucrado años después en un titular de prensa».
Que haya una empresa que no pueda abrir o tenga que cerrar, negocios o vecinos perjudicados, un ciudadano mal o tarde atendido, con daño en sus intereses… que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?, como diría Espronceda.
¿Alguien se atreverá?