BARRIENDO LA CARRETERA Y SANTA CATALINA
El fin de semana pasado me hizo testigo de dos acontecimientos que tienen en común un sutil pero firme punto de costura entre ambos. Se lo cuento.
Sábado, 10 de la mañana. Paseo los alrededores de Llastres, por una carretera que lleva a algunos pequeños lugares. Una mujer de bastante edad, delgada, firme, barre el asfalto a ambos lados. Atropa les hojas de los árboles y las orilla o las echa a la cuneta. La labor la realiza a lo largo de todos los metros que ocupa la valla de su finca, unos cincuenta metros. Le lleva un tiempo —yo he ido y venido por el camino durante unos minutos— y lo hace con minuciosidad.
Esta mujer barre “su casa”, es decir, el espacio que está delante de su vivienda, y lo hace porque la calle es “suya” (no al modo de Fraga, claro), es su territorio, y, por tanto, es responsable de él. Y a mí me recuerda que esa mentalidad, la de sentir como de uno el terreno común y, en consecuencia, responsabilizarse de él era muy común o casi general hace no mucho. Y por ello era normal que los propietarios de fincas lindantes con caminos o caleyes, con vivienda o no, limpiasen les sebes, adecentasen los alrededores e impidiesen que el matorral invadiese las vías. Hoy en día, esa actitud es insólita: todo el mundo espera que pasen Ayuntamientu o Principáu a limpiar y desbrozar. Ello implica que los ciudadanos ya no se sienten parte —y “propietarios”, por tanto— del espacio común. Y aunque ello tiene sus ventajas en lo individual, creo que conlleva pérdidas en el sentido de la corresponsabilidad y en la imbricación con lo social y colectivo.
Les sestaferies constituían parte de esa mentalidad de formar parte de lo colectivo y responsabilizarse de ello. (No se me escapa que, sin embargo, Xovellanos era enemigo de les sestaferies por la imposición que significaban para el campesino y la mengua en su capacidad de atender a su propia hacienda).
El otro acontecimiento ha sido el asistir a la inauguración con acto religioso de la capilla de santa Catalina de Alejandría en Güerres, el mismo sábado, día 6. El santuario, una iglesia del XVI, situada en el camino de Santiago, en el barrio del Fonduxu, había sufrido la destrucción del 34 y el saqueo durante décadas posteriores. No quedaban de ella más que tres muros, alguno a punto de ruina y un enorme bardial, que la cubría. Pues bien, en 2012 un grupo de vecinos decide recuperar el edificio. Numeroses sestaferies para desbrozar y limpiar, contactos con las autoridades eclesiásticas y gubernamentales, permisos, licencias, rifas y comidas para recaudar fondos, algún préstamo bancario que aún se está pagando, etc. Al fin, después de diez años de trabajos, desmayos, ilusiones y empeño, llegó la inauguración.
(Es curioso, merece la pena subrayarlo, lo que es la burocracia. La capilla estaba catalogada como Bien de Interés Cultural. A punto de caerse, nada importaba que ello ocurriera, ahora bien, dispuesto el pueblo a levantarla, ni una piedra se puede tocar sin proyecto, arquitecto, licencias, inspecciones… y los correspondientes gastos).
En ese afán y logro de tantos años está implicada la idea de lo colectivo, de que uno no solo es propietario de sus bienes, sino de que las cosas del común son también de uno y uno es responsable de ellas. Por eso, en esa “resurrección” participaron tantos vecinos, en les sestaferies, en los sorteos, en las ilusiones, en el empeño, creyentes o no. Frente al universalismo o el individualismo de ser de nenyures, la identidad ligada a un territorio tiene sus ventajas materiales y emocionales. Lo señalaba Juan Pedrayes, al hablar de Villaviciosa, en una entrevista que LA NUEVA ESPAÑA publicaba el domingo 7 de agosto. Apuntaba el arquitecto que «el cuerpo a cuerpo en la Villa siempre se dio. Puede haber gente que tenía dinero y gente que no, pero todos nos relacionamos con todos». Y, como consecuencia de esas implicación e identidad colectiva, añade con cierta ironía: «También hay una cosa que está muy bien: si te atropella alguien, sabes que será un amigo o un pariente y quien te lleve al hospital será un amigo también, no un cualquiera que pase por ahí. Además, una cosa buenísima de los pueblos es que los entierros tienen alma. Tú vas a los entierros en la ciudad y es para morirse de asco. Aquí sigues teniendo un entierru curiosu».
La identidad de pertenencia comunitaria —tan dejada hoy de lado por unos o despreciada; querida, mantenida y buscada otros, pese a todo— es una relación dialéctica, que beneficia al individuo y a la colectividad.
Xuan Xosé Sánchez Vicente